domingo, 7 de agosto de 2011

Minuit à Paris.


Nunca he sido fan de las historias de amor, el derrame innecesario de miel y la cursilería, para mí, le restan sentido y veracidad a las historias que podemos contar.

Por esta razón y por sus finales al estilo Little Children (tienen que verla para saberlo), no me gustan las películas de Woody Allen, y generalmente tampoco su cast. Sin embargo, ayer le di una oportunidad a Midnight in Paris, protagonizada por el siempre carismático Owen Wilson y, debo reconocer que, al igual que en Vicky, Cristina, Barcelona, logró capturar la esencia misma de la ciudad.

En la profunda añoranza de que los tiempos pasados fueron mejores, Gil, el protagonista vive el sueño de sus sueños: conocer a todas estas personas que en su tiempo no eran los portentosos artistas que conocemos; al tratarlos e internarse en sus círculos, Gil se convierte en protagonista de su propia leyenda, tiene un romance que nace a pesar de casi un siglo de diferencia y se desafana de las condiciones cliché que vive diariamente.

Y cómo no hacerlo si Paris es el idilio de escritores, poetas, pintores y artistas, es la ciudad que ha inspirado a los más grandes, aquellos que han dejado su huella en el corazón de millones de personas. París es el sueño más bello de las musas, Paris es arte. La ciudad en los años 20’, fue el refugio de los personajes maravillosos que han cambiado la historia mundial: Hemingway, T.S. Elliot, Fitzgerald, Dalí, Buñuel, Picasso, Stein, todos ellos encarnados por maravillosos talentos de nuestra era que le dan a la película esa aura de ensoñación que hemos tenido alguna vez todos los que hemos vivido entre las letras, acordes y trazos de estas leyendas.

No conforme con ello, Allen también nos lleva a la cuna del impresionismo dentro de un transporte “mágico” y nocturno a lado de Matisse, Degas, Gaugin y Lautrec, mostrándonos la constancia de los ciclos. Estas historias opacan por obviedad la historia principal que no es nada en contraste con los discursos que se desenvuelven en el pasado.

Como espectadores y añorantes de tiempos mejores, lo que realmente importa de esta película es la galería de personalidades que se pavonean en pantalla y los minúsculos resquicios de sus temperamentos impresos en celuloide. Todos quisiéramos haber sido parte de esos círculos, todos quisiéramos ser parte de la ciudad más bella, inspiradora y artística del mundo. París con su perpetua lluvia, sus colores viejos, sus aromas poligámicos y su alma de estrellas y luna.

La película tiene ese grato sabor de haber estrechado la mano de alguien que admiras, la fotografía es tan Parisina: opaca y vieja; los personajes un deleite y, sobretodo, el hecho de dejar a un lado lo carnal para crear un historia de amor entre una ciudad y quienes la aman, todo ello nos demuestra que lo mejor de la película es ver el corazón de Paris latiendo 24 veces por segundo.


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