sábado, 27 de agosto de 2011

Pedrito y el lobo 2011.


Este mes... no, más bien estos 5 meses he sido víctima de "la cancelación", este bonito fenómeno de quedar con alguien y que aproximadamente te cancele a pocas horas de dicha reunión.

Yo soy una persona muy, MUY paciente, muy tolerante, y madre y media del buenaondismo y así. (También exagero con el uso de la conjunción "y") entonces la mayor parte de las veces no hay problema, total hago impro y siempre hay que tomarlo con aceptación. Pero cuando esta costumbre se torna, precisamente, una costumbre la cosa se friega y pierdes confianza y fe en la humanidad.

¿Han escuchado el cuento de Pedrito y el Lobo?, si no, se los resumo:

Érase una vez un infante que gritaba como histérico que ahí venía el lobo, obvio toda la gente se volvía loca, se encerraba y lloriqueaba en las esquinas de sus casas. Cuando Pedrito veía esto se moría de risa porque pues no, el lobo no iba y todo era un invento de Pedrito y su maliciosa mentecilla de terrorista menor. Y como era de esperarse, después de que el chamaco había asustado a media población, la comunidad dejó de creerle porque tampoco eran tan idiotas como para hacerle caso por siempre. Un día, chan chan chán, se aparece en el pueblo el lobo, y cuando Pedrito lo ve intenta advertir a toda la población; sin embargo, con la fama de mitómano que se había hecho el infeliz, nadie le creyó. El lobo se desayunó al niño y se almorzó al resto del poblado. Hubo charcos de sangre, gritos, miembros expuestos y fin.

La moraleja de la historia es: que si le dices a una chica que vas a salir con ella, la primera vez que le canceles no hay bronca, pero a las siguientes 4, se va a volver loca y va a querer asesinarte y dejar charcos de sangre, gritos, miembros expuestos y fin. Fin a toda posibilidad que tengas
con ella.

Pero bueno, tampoco es que me importe mucho, es más bien la onda del orgullo. Al final de cuentas yo vivo feliz.

Ustedes, queridos lectores, cumplan sus compromisos, tengan pantaloncitos y que no les de el síndrome del Pedrismo.


domingo, 7 de agosto de 2011

Minuit à Paris.


Nunca he sido fan de las historias de amor, el derrame innecesario de miel y la cursilería, para mí, le restan sentido y veracidad a las historias que podemos contar.

Por esta razón y por sus finales al estilo Little Children (tienen que verla para saberlo), no me gustan las películas de Woody Allen, y generalmente tampoco su cast. Sin embargo, ayer le di una oportunidad a Midnight in Paris, protagonizada por el siempre carismático Owen Wilson y, debo reconocer que, al igual que en Vicky, Cristina, Barcelona, logró capturar la esencia misma de la ciudad.

En la profunda añoranza de que los tiempos pasados fueron mejores, Gil, el protagonista vive el sueño de sus sueños: conocer a todas estas personas que en su tiempo no eran los portentosos artistas que conocemos; al tratarlos e internarse en sus círculos, Gil se convierte en protagonista de su propia leyenda, tiene un romance que nace a pesar de casi un siglo de diferencia y se desafana de las condiciones cliché que vive diariamente.

Y cómo no hacerlo si Paris es el idilio de escritores, poetas, pintores y artistas, es la ciudad que ha inspirado a los más grandes, aquellos que han dejado su huella en el corazón de millones de personas. París es el sueño más bello de las musas, Paris es arte. La ciudad en los años 20’, fue el refugio de los personajes maravillosos que han cambiado la historia mundial: Hemingway, T.S. Elliot, Fitzgerald, Dalí, Buñuel, Picasso, Stein, todos ellos encarnados por maravillosos talentos de nuestra era que le dan a la película esa aura de ensoñación que hemos tenido alguna vez todos los que hemos vivido entre las letras, acordes y trazos de estas leyendas.

No conforme con ello, Allen también nos lleva a la cuna del impresionismo dentro de un transporte “mágico” y nocturno a lado de Matisse, Degas, Gaugin y Lautrec, mostrándonos la constancia de los ciclos. Estas historias opacan por obviedad la historia principal que no es nada en contraste con los discursos que se desenvuelven en el pasado.

Como espectadores y añorantes de tiempos mejores, lo que realmente importa de esta película es la galería de personalidades que se pavonean en pantalla y los minúsculos resquicios de sus temperamentos impresos en celuloide. Todos quisiéramos haber sido parte de esos círculos, todos quisiéramos ser parte de la ciudad más bella, inspiradora y artística del mundo. París con su perpetua lluvia, sus colores viejos, sus aromas poligámicos y su alma de estrellas y luna.

La película tiene ese grato sabor de haber estrechado la mano de alguien que admiras, la fotografía es tan Parisina: opaca y vieja; los personajes un deleite y, sobretodo, el hecho de dejar a un lado lo carnal para crear un historia de amor entre una ciudad y quienes la aman, todo ello nos demuestra que lo mejor de la película es ver el corazón de Paris latiendo 24 veces por segundo.